La Chica del Pan
Querida lectora, querido lector:
«La chica del pan» nació como relato por entregas para Instagram. Ahora puedes leerlo aquí en una versión reelaborada especialmente para esta página web.
La historia se desarrolla en la Granada de 1920 y está protagonizada por algunos personajes que forman parte del mundo narrativo de mi novela histórica policiaca, aún inédita.
Ojalá despierte tu curiosidad y te regale unos momentos de disfrute y reflexión.
¡Buena lectura!
Nota: Me hubiera gustado mantener la cursiva de las palabras españolas en el original italiano, pero no ha sido posible por problemas técnicos.
30 de septiembre de 1920 – 06:00, Albaicín (Granada)
Era una fresca mañana de otoño. Lola estaba a medio camino de la cuesta que conducía a los elegantes cármenes del bajo Albaicín. Con un gesto rápido, bloqueó las ruedas del carrito, que arrastraba por la escalinata de anchos peldaños, y se detuvo para recuperar el aliento. Miró el río Darro que fluía en el fondo del valle, unos cincuenta metros más abajo, y se dio cuenta de que estaba sonriendo, sorprendida por una serenidad inesperada.
¿Quién iba a pensar, sólo unos días antes, que su vida daría ese cambio? Ahora dormía en una cama de verdad y se despertaba un poco menos tensa con cada día que pasaba. No quería ni pensar en lo de antes: en lo que había escondido donde no llegan las palabras, pero quedan los temblores. Los dueños la trataban bien y todo parecía ir para mejor. ¿Qué más podía desear? Y, sin embargo: una sutil inquietud se insinuaba en sus pensamientos como un presagio. Se preguntó cuánto tiempo duraría aquella cuasi-felicidad y qué peligros la acechaban desde la sombra.
Levantó la mirada hacia la silueta de la Alhambra, ya nítida en la luz de la mañana, aspiró profundamente y, apartados los malos pensamientos, reanudó la subida, empujando su carga de entregas a domicilio.
De las cestas cubiertas con manteles de lino, el pan recién horneado desprendía un aroma tan intenso que le hacía la boca agua. La tentación de coger uno de los deliciosos «suizos» era fuerte, pero resistió: ahora que había encontrado ese empleo, con unos patrones amables, no quería arriesgarse a perderlo por un panecillo espolvoreado de azúcar. Antes de salir para la ronda de reparto, siempre le daban algo de comer, pero ella nunca se sentía satisfecha. “¡Qué suerte tienen las señoritas que pueden zamparse hasta dos o tres, o más, si quieren!”, pensó para sus adentros.
Llegada a la entrada del «Carmen del Azahar», abrió la puerta de servicio, que daba al jardín. Apenas había puesto un pie en el empedrado que conducía a la casa, cuando la cocinera salió a su encuentro. Era una mujer bajita y gorda, que caminaba con pasitos marciales, sacudiendo sus rollos de grasa al unísono con los pechos incontenibles y bamboleantes, como en una danza con vida propia. La muchachilla apenas contuvo la risa, que disimuló con una sonrisa de saludo. Le entregó la cesta, que la mujer cogió con altanería, devolviéndole, sin mediar palabra, la del día anterior, vacía. La niña se dio media vuelta y se alejó, pensando — como todas las mañanas — que con ese mal genio era imposible cocinar bien, convencida como estaba de que la “mala leche”, la acritud, se transmitía a la comida.
Continuó con su tarea y a los pocos metros una de las ruedas se atascó en los adoquines. Hizo palanca con los brazos, tratando desesperadamente de mantener el equilibrio. Barras de pan, hogazas y “suizos” (los bollos de leche), habrían caído al suelo si un hombre no se hubiera precipitado, en el último momento, a sostener el carrito. En el mismo instante en que le dio las gracias, mirándole a la cara, la niña se estremeció. Debajo de la boca, una cicatriz arqueada recortaba su barbilla como una sonrisa invertida recubierta de bultos rojizos. Pero, lo que le heló la sangre fueron los dientes afilados cuando le sonrió, y, sobre todo, la mirada de lobo hambriento.
«Justo a tiempo, ¿eh, guapa?».
Se agachó para comprobar si había algún daño y la tranquilizó:
«No hay nada roto.»
Con un gesto de agradecimiento, Lola se apresuró a seguir.
El hombre se quedó mirándola mientras se alejaba con su carga. Unos minutos antes, cuando la había visto subir la colina tirando de la carretilla, estaba disfrutando del último pitillo antes de irse a dormir «después de una noche de trabajo», como le gustaba llamar a su actividad nocturna. La figura esbelta pero fuerte de la niña, con aquel cuerpo que se intuía firme bajo el vestido, le había hechizado. Sin pensárselo, se había escondido en un recoveco del callejón para mirarla.
“Quizás me precipité”, se dijo a sí mismo el Rajao («el de la cicatriz», como lo llamaban). Sin embargo, el pequeño incidente había sido un verdadero golpe de suerte: no había podido resistirse en correr a ayudarla para verla mejor. ¡Y había sido un acierto, porque de cerca era una auténtica belleza! De pronto, decidió ir tras ella. Al diablo con el sueño: dormiría más tarde.
Cuidándose mucho de no ser descubierto, la siguió por las callejuelas del Albaicín y de regreso hacia el Darro. Al llegar al valle, se vio en apuros: el camino que bordeaba el río aún no estaba muy transitado y corría el riesgo de que ella le viera. La providencial parada de la chica en uno de los elegantes edificios junto al río le ofreció la solución: se caló la gorra hasta cubrir la cara y se escabulló por el Paseo de los Tristes; cruzó Plaza Nueva para ir a esconderse cerca de la iglesia de Santa Ana. Desde allí vería a la nena (como había empezado a llamarla para sus adentros) en cualquier dirección que fuera. Poco después, oyó el ruido de las ruedas sobre la acera y la vio desfilar por la plaza en dirección a Cuesta de Gomérez, hacia el bosque de la Alhambra.
A pesar de lo pendiente que era la calle, Lola caminaba a paso rápido: las entregas estaban a punto de terminar y el carrito pesaba mucho menos. Tras unos cuantos minutos subiendo la colina de la Sabika, se paró en la entrada de un pequeño carmen. Iba a tirar de la cuerda para llamar, cuando la puerta se abrió y una mano le cortó el gesto. Pertenecía a María del Carmen, hermana de Manuel de Falla, que cogió la cesta y despidió a la chiquilla con el habitual y apresurado:
«El Maestro espera los suizos para desayunar».
Desde el piso de arriba las notas del piano se deslizaban hasta la calle.
Cuando acabó de repartir, volvió sobre sus pasos y se dirigió hacia el centro de la ciudad. El estómago protestaba y ella estaba deseando reponer fuerzas con el desayuno que la dueña preparaba en persona.
Mientras tanto el Rajao, a cada rato más impaciente, había estado esperando a que apareciera. En cuanto la vio venir, empezó a seguirla por la calle Reyes Católicos. Las campanas de Santa Ana acababan de dar las siete y media; el trajín de transeúntes había aumentado considerablemente, de modo que pudo seguirla con la tranquilidad de no ser descubierto. Llegando hacia el final de la calle, la vio meterse por un callejón y entrar por una puerta de servicio que hacía esquina con la Plaza del Carmen. Fue a mirar a qué negocio correspondía y leyó el rótulo de la fachada. “Ah, así que trabajas para los pasteleros suizos…”
«Nena, ya eres mía», musitó.
Satisfecho de sí mismo, consideró que se había ganado una buena noche de sueño en los suaves brazos de Teresita, arriba en el «Cuevas de Juan», el prostíbulo a las afueras del Sacromonte, donde vivía.
30 de septiembre – 18:00, Cuevas de Juan (burdel del Albaicín, a las puertas del Sacromonte)
Aquella tarde, el hombre de la cicatriz despertó antes de lo habitual, y obligó a una somnolienta Teresita a levantarse para hacerle café y calentarle el agua. Tras afeitarse y vestirse con ropa limpia para la ocasión, se dio el toque final anudándose al cuello un pañuelo de seda, que él consideraba el no va más.
Confiadas ya sus protegidas al socio —el encargado del burdel—, el proxeneta se dirigió con ademán presumido hacia el centro de la ciudad. Poco antes del cierre de las tiendas, ya estaba apostado cerca de la puerta por donde, esa misma mañana, había visto deslizarse a la chica del pan con su carrito. Para acercarse a ella sin asustarla, había preparado la excusa de siempre: una invitación a un restaurante. Con esas niñas pobres y hambrientas, funcionaba siempre. Tenía prisa por llevársela y, quién sabe si conseguiría embaucarla para que se quedara con él toda la noche. Y a la mañana siguiente, para repartir el pan que se las arreglaran solos, sus jefes. Obligar a una niña tan hermosa a tales fatigas era una vergüenza. ¡Un desperdicio!
Pasada media hora, durante la cual se entretuvo liando y fumando cigarrillos, escupiendo a su alrededor, la puerta se abrió: apareció una mujer morena de unos treinta años, que pasó a su lado sin dedicarle una mirada. Esperó otro buen rato, pero no salió nadie más.
Ya había oscurecido y él se estaba impacientando: ¿Cuánto hacían trabajar a la pobre criatura? Al cabo de otro rato, el hombre de la cicatriz temió que, tal vez, hubiese terminado la jornada antes de llegar él. O bien… Claro, ¿cómo no se le había ocurrido? Debía de vivir allí. Esto complicaba las cosas: iba a tener que trabajársela por la mañana temprano, cuando iba a llevar el pan a las casas. Para él, que atendía sus negocios de noche, acostarse después de las siete de la mañana no era nada sugerente, pero la niña bien valía unas horas de sueño. ¡Él no era de los que se echaban para atrás, cuando había que trabajar! En el camino de regreso al «Cuevas de Juan», en el límite entre el Albaicín y el Sacromonte, se puso a elucubrar: “¿Cómo te pillo, nena?”
2 de octubre— 08:00, dos días después de que Lola y el Rajao se hayan cruzado en el Albaicín
Estaban tumbados en la mejor cama del Cuevas de Juan y el Rajao estrechaba contra sí a la chica del pan, acariciándola con voluptuosidad. Ella le sonreía con picardía y se dejaba hacer, ni asombrada ni avergonzada. No había sido necesario ningún subterfugio para convencerla de que le siguiera: la niña le había mirado fijamente a los ojos y, poniendo la pequeña mano en la suya, le había dicho:
«Llévame a cenar. Después… ya veremos.»
Estaba a punto de quitarle la camisola cuando sintió una molestia en el hombro; un gran gato con un sonajero en el cuello le estaba dando zarpazos, maullando ruidosamente.
«¡Despierta,sinvergüenza, despierta!»
El hombre de la cicatriz se levantó de un salto, jadeando. Miró a su alrededor: la nena se había evaporado. Solo paredes desconchadas y el hedor a orina. Había sido un sueño. Con fastidio, recordó que la noche anterior, mientras la esperaba, le habían arrestado.
El guardia dejó de zarandearle y le echó una mirada de desprecio. Antes de salir indicó la bandeja en el suelo:
«Bebe el agua y come el pan. En breve vendrán a por ti.»
Luego se dio la vuelta, haciendo tintinear el manojo de llaves mientras caminaba hacia la puerta de la celda, que se cerró de golpe.
Una vez solo, el hombre de la cicatriz entrecerró los ojos e hizo una mueca: al parecer, su contacto estaba cumpliendo con lo que le tocaba. ¿Pero por qué el «amigo» estaba tardando tanto en hacer que le soltaran? Dio una patada a la bandeja; la taza de metal rodó hacia una esquina haciendo derramar el agua, que inmediatamente fue absorbida por el suelo de tierra batida.
«¡Al menos me hubieran dejado tabaco y papel de liar…!» murmuró.
Impaciente, comenzó a caminar de un lado a otro del angosto espacio de la celda, entre los barrotes de la puerta y la estrecha rendija por donde se colaba un hilo de luz. Volvió a pensar en el embriagador sueño tan bruscamente interrumpido y en cómo convertirlo en realidad. La nena: ¡había resultado ser toda una pieza! Pero ahora que sabía lo lista que era, la superaría en astucia. Sin embargo, de momento, lo que realmente le irritaba era haber perdido una noche de trabajo. Le molestaba sobre todo por sus “pupilas”, quienes seguramente habían aprovechado la situación para no dar ni golpe. En cuanto a la chica del pan, estaba decidido a ofrecérsela en bandeja de plata a quien él sabía.
Al cabo de otros quince minutos, un policía de paisano abrió la puerta de la celda.
«¡Vamos: pa’ fuera!»
El hombre de la cicatriz le lanzó una de sus miradas chulescas y echó a andar por el pasillo. “¡Por fin!”, se dijo a sí mismo, “ahora sí que se razona”.
Ya estaba pregustando el carajillo, el café correcto que le servirían en el «Cuevas», pero la ilusión fue breve: a pocos pasos del vestíbulo, el policía le cogió del brazo y le empujó a una sala con una mesa y cuatro sillas. Se sentó y tirándole del brazo le obligó a hacer lo mismo. Los otros dos asientos ya estaban ocupados. Sus protestas fueron acogidas por un muro de silencio. Cuando dejó de gritar, se fijó en los hombres que tenía de frente. Reconoció al más mayor; era el inspector Montenegro.
«¡Rajao! ¿Te gusta nuestro hotel?»
«¡Me retenéis ilegalmente!»
El policía se rio: «’Ilegalmente’… Qué palabra más fuerte, viniendo de ti. ¿Qué me dices de estar rondando como un moscón a la aprendiz de la pastelería suiza?»
«¿Rondarla? ¡Pero qué dice?! Me la crucé por casualidad ayer por la mañana. La ayudé, ¡de lo contrario se le habría caído toda la carga!»
«¿Cómo sabes con tanta seguridad que estamos hablando de la misma chica?»
El matón contestó sin pestañear: «Ella se presentó.»
Dando un golpe sobre la mesa, Montenegro espetó: «¡No, que no lo ha hecho!» Luego, bajando la voz, siguió:
«Volviendo a la edad… es muy, pero que muy joven. Y muy, pero que muy agraciada.»
El truhan mantuvo el gesto impasible. Hubo un silencio. Cuando el inspector volvió a hablar, su tono era duro: «¡Querías engatusarla para tus infames trapicheos, eh!».
«¡¿De qué está hablando, inspector?!», se defendió el truhan, «Soy un honrado hombre de negocios y mi trabajo es impecable.»
«¡Ah, desde luego! Cuando se trata de aprovecharse de jovencitas eres impecable, no hay duda.»
«¡Las salvo del hambre más negra!» se defendió el hombre de la cicatriz.
En medio de ese baile verbal, el agente que hacía de portero se asomó a la puerta:
«Disculpe, inspector», musitó atemorizado por la mirada airada del superior, «le llaman urgentemente por teléfono».
1 de octubre – 06:00, catorce horas antes de que arresten al Rajao
Como cada mañana, Lola emprendió su reparto. Al pasar por el lugar donde se le había atascado la rueda del carrito el día anterior, recordó la inquietante sonrisa del hombre de la cicatriz. Apartó el desagradable recuerdo y se concentró en los adoquines, evitando con cuidado la zona deteriorada.
Una hora y cuarto más tarde, después de terminar las entregas más rápido de lo habitual, bajaba la Cuesta de Gomérez a paso ligero, reteniendo como podía el carrito. “Hoy desayunaré más pronto”, se dijo con satisfacción a sí misma.
A la altura de la calle Ánimas estuvo a punto de atropellar a un hombre que salía de ese mismo cruce. Frenó en seco, sobresaltada, y se asustó aún más cuando reconoció la sonrisa de lobo del hombre de la cicatriz.
«¡Pero mira a quién veo!» exclamó él, como si la conociera de toda la vida.
Empezó a hablar con confianza, contándole que venía de visitar a sus padres, ya muy mayores, a los que le había llevado higos frescos. Siguió parloteando, insinuando en su charla preguntas y cumplidos: que para quién trabajaba, que cuántos años tenía, que hasta qué hora tenía que trabajar, lo hábil que era conduciendo el carrito y así un buen rato. La muchachilla, deseando quitárselo de encima, esbozó una sonrisa y alcanzó a decir:
«Me tengo que ir ya».
Pero él no parecía haberse dado por enterado:
«Tengo una hija de tu edad, ¿sabes? Tenéis que conoceros.»
Muy decidido, añadió que estaba invitada a cenar esa misma noche.
«¡Y no acepto un no por respuesta! Te espero en la Plaza del Carmen a las ocho y media de la tarde.»
Le dedicó una de sus sonrisas espeluznantes y se marchó a grandes zancadas hacia Plaza Nueva, sin darle oportunidad de replicar.
Las mejillas de la joven aprendiz ardían de humillación. No había sabido reaccionar a los chismes de aquel hombre tan repelente. Ahora, este mismo personaje estaba convencido de que, llegada la noche, ella iría a su encuentro. Abrumada por un sentimiento de culpabilidad, reanudó su caminata y al llegar a la tienda se fue enseguida a hablar con la dueña. Relatar las circunstancias del doble encuentro con el hombre de la cicatriz fue todo un tormento. En pocos minutos se encontró pronunciando más palabras de las que solía articular en un día entero. Estaban en la trastienda y, en cuanto terminó de explicarse, la Doña la rodeó por los hombros y le ordenó:
«Espera aquí».
La pequeña obedeció, dócil, observándola acercarse al marido. Vio como la conversación se fue volviendo cada vez más acalorada. Estaban en desacuerdo, eso lo entendió por los gestos y el tono, aunque hablaran en voz baja. “Una precaución innecesaria”, se dijo “no entiendo ni jota de ese idioma raro que hablan”. De repente, la señora se giró bruscamente y regresó junto a ella. Se puso el sombrero, agarró su bolso, del que sacó los guantes sin ponérselos, y la cogió de la mano:
«¡Vamos!», le intimó con decisión. Lola lamentó no haberle contado lo sucedido hasta después del desayuno.
Cruzaron la Plaza del Carmen en dirección al barrio del Realejo. Pronto Lola adivinó su destino: se dirigían a la comisaría. Comprendió entonces el motivo de la discusión entre los patrones: al dueño no le gustaba nada la familiaridad de su mujer con el inspector.
La pequeña sintió un nudo en la garganta. ¿Debería haberse callado, ignorar lo ocurrido y no decir nada? No, se dijo a sí misma, había hecho bien en hablar. Ella sola nunca conseguiría librarse del hombre de la cicatriz. Esas miradas las conocía demasiado bien: él era el lobo y ella, la corderita.
En la comisaría tuvo que repetirle todo a Montenegro, cuya mirada severa la hacía sentirse pequeña e insignificante. No podía evitarlo: él era amable, pero ella se sentía intimidaba. Por suerte, la Doña no dejó ni un instante de apretarle la mano y animarla. Por último, el inspector le puso delante un grueso álbum de pastas negras:
«Mira estas fotografías», le dijo. «Si reconoces al hombre que te ha molestado, tienes que decírmelo enseguida. ¿De acuerdo?»
Lola asintió. No tardó mucho en localizarlo. Así fue como descubrió que lo llamaban «el rajao», el de la cicatriz.
1 de octubre – hacia las 18:00, dos horas antes del arresto del Rajao
Esa tarde, el hombre de la cicatriz había vuelto a vestirse de gala: además del pañuelo de seda, se había dado el toque final engominándose el pelo con gran cuidado. Saliendo del «Cuevas de Juan», su cuartel general, recorrió el Albaicín con el habitual paso altanero. Bajó callejones y escaleras de dos en dos, desembocó en la calle Elvira y continuó por Reyes Católicos hasta la Plaza del Carmen, llegando al lugar de la cita con mucha antelación.
En un crescendo de deseo, mientras imaginaba las horas que pasaría con ella, comenzó a liarse un cigarrillo para hacer tiempo. Concentrado en esta operación, no se percató de los agentes que se le habían pegado a los costados. Cuando lo agarraron por los brazos, se estremeció y lanzó un grito, dejando caer al suelo tabaco y papel de liar.
El Rajao miró a su alrededor, aturdido:
«Pero… ¿qué queréis?»
«Venga, venga, no armes jaleo», dijo un guarda barbudo.
Intentando zafarse, el malhechor exclamó: «¡Me habéis confundido con otro!»
«No hay confusión. Te vienes con nosotros.»
El que había hablado era un agente de paisano, con un inconfundible acento de Sevilla. Al principio, debido al susto, el Rajao no reconoció al subinspector. Luego recordó: era aquel a quien le gustaba ir de ronda nocturna por las tabernas.
El barbudo tiró de él con rudeza:
«¡Vamos!»
Desde la ventana de un edificio con vistas a la plaza, donde vivía con sus patrones, Lola se quedó observando junto a la Doña como los agentes se llevaban al hombre de la cicatriz.
2 de octubre – 08:30, el Rajao está siendo interrogado
Montenegro salió de la sala de interrogatorios y se apresuró a su despacho, donde le esperaba la llamada urgentísima.
«Es del juzgado», le informó el recepcionista. Al cabo de tres minutos ya estaba de regreso, con el rostro tenso.
«Rajao, de pie», dijo con brusquedad.
El otro obedeció. Montenegro se le acercó:
«Hemos terminado. Por hoy…».
El vice inspector que lo había traído ya estaba agarrando del brazo al truhan para llevárselo a la celda, pero el superior le detuvo con un gesto y se dirigió al hombre de la cicatriz:
«Puedes irte.»
El proxeneta se encaminó con insolencia para salir; Montenegro le cortó el paso justo en el umbral de la puerta:
«¡Ándate con mucho ojo! ¡No vuelvas a acercarte nunca más a esa niña!»
«No he hecho nada ilegal. ¡Al contrario: soy un benefactor!» rebatió el Rajao.
Luego, haciendo alarde de una sonrisa torcida, abandonó la sala.
«Jefe ¡¿Por qué lo dejó ir?!» le preguntaron los subalternos:
«Órdenes de arriba. Me han dicho que no tenemos elementos suficientes para retenerlo. Lo cual también sería cierto, pero dado el personaje en cuestión…»
Se encogió de hombros: «No entiendo tantas prisas para liberar a ese canalla. Pero que así sea; no podemos dejar de cumplir órdenes.»
2 de noviembre –Día de los Muertos, 12: 00, un mes después de que soltaran al Rajao
Lola caminaba hacia la casa de su hermana mayor, que vivía en el Albaicín; juntas subirían al cementerio de San José para visitar la tumba de los padres. Sin el estorbo del carrito, avanzaba con ligereza por las estrechas calles del antiguo barrio árabe. Estaba encantadora con su vestido de fiesta color vino, las piernas ágiles enfundadas en medias nuevas y los zapatos de cuero que le había regalado la Doña.
Al llegar a Plaza Larga, divisó un puesto repleto de flores. Una mujer invitaba a los transeúntes:
«¡Flores, flores!, ¡Flores para los muertos! ¡Las más bonitas y perfumadas de Graná!»
Dudó, indecisa si comprar un ramillete, con las monedas, pocas, que tenía en el bolsillo. Finalmente desistió y continuó en dirección a la iglesia de San Bartolomé, cerca de la cual vivía su hermana con los hijos y el marido.
Era mediodía y la plaza estaba abarrotada de gente que se calentaba al sol. Pasó junto a un grupo de chicas que se reían a carcajadas, viendo que tendrían más o menos su misma edad y que algunas estaban fumando. No se percató del Rajao, sentado en la mesa de una terraza, desde donde controlaba a sus pupilas. Hacía semanas que se había olvidado de los desagradables encuentros con aquel hombre y de sus indeseables propósitos. Él, en cambio, nunca la había olvidado y en cuanto la vio aparecer en la plaza, la reconoció de inmediato. La observó mientras pasaba junto a Teresita y a las demás. Recordando la advertencia de Montenegro, a duras penas logró contenerse y no levantarse de un salto para agarrarla.Sintió un intenso revoloteo en el estómago y, para sus adentros, pensó:
«Eres la más preciada de las gemas, nena. ¡Vales un Perú, y encontraré el modo de hacerte brillar en la noche!»
El Rajao siguió con avidez el balanceo de la trenza castaña de Lola, que le rozaba las caderas a cada paso, hasta que desapareció entre los callejones.
Lola, ajena a aquellos ojos que la acechaban desde lejos, se alejaba sin sospechar que la sombra del pasado estaba a punto de alcanzarla y arrastrarla de nuevo a un torbellino de peligros.
Querida lectora, querido lector:
te estarás preguntando qué será de Lola y si el Rajao acabará entre rejas.
Para descubrirlo, hará falta un poco más de paciencia. No puedo revelarte más, al menos por ahora. No quisiera estropearte el placer del descubrimiento, ya que sus destinos se entrelazan con los acontecimientos de mi novela, aún inédita.
Pero si esta breve aventura ha despertado tu curiosidad, significa que ya has cruzado el umbral de mi mundo narrativo.
Para mí será un privilegio poder acompañarte muy pronto más allá.